La duenda by Evelio Rosero
autor:Evelio Rosero [Rosero, Evelio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Infantil
editor: ePubLibre
publicado: 2001-03-31T16:00:00+00:00
* * *
Tardes enteras los visitantes bebían café, y me miraban. Si yo caminaba, o si estaba sentado, me miraban, aunque ya hubiese mostrado los tobillos. Mis dos hermanos y yo hacíamos las cosas de todos los días. A veces recordábamos en voz alta nuestro sueño compartido —el beso de la Duenda, debajo del sauce— y las preguntas iban y venían, como olas, pero las comadres no nos escuchaban, sencillamente no me quitaban el ojo de encima. Una de ellas me pellizcó un día, en pleno brazo enduendado. “A ver a ver, duende”, me dijo, “A ver”. El abuelo no se encontraba conmigo. Yo se lo conté y se molestó muchísimo: “La próxima vez asústala”, dijo, “Dile que la convertirás en mula si te toca, no te dejes”.
Conocimos gente que no imaginábamos. Hombres y mujeres formaban fila para escrutarme los tobillos, para rozarlos, para tocar en las huellas de las manos a la mismísima Duenda, y sentirla. “Hiela”, decían algunos. Unos susurraban: “Huele a nardos”, y otros: “Ilumina”, y se iban. Como sombras yo veía las siluetas alejarse de la casa, en un perfil desmesurado y silencioso. “¿Por qué no se quedan?” preguntaban mis hermanos.
Hubo visitas de visitas. La viuda del compadre Eustasio del Hierro, por ejemplo —la señora Etelvina—, vestida de negro entero. Compadeció a mi abuelo con un sollozo: “Yo sé qué es vivir con un enduendado” le dijo, “Mejor olvídelo, no le haga caso, y nadie sufrirá”. El abuelo ignoró sus palabras: “Hoy es un buen día” dijo. No sé por qué no le gustaba que se me creyera enduendado. Y añadió: “Yo sé qué es vivir”. Y nada más dijo, pero observaba a la viuda con una atención plácida. A pesar de su luto perfecto, la viuda Etelvina llevaba al cuello cadenas de oro, y en sus manos sortijas de oro, y pulseras que sonaban igual que monedas. Si el viejo Eustasio tenía cincuenta años al morir, ella tendría unos veinte años menos, y parecía feliz. Antes de regresar a su casa la viuda me dijo al oído que yo era un niño muy bello, demasiado, y me rozó el pelo con su mano larga, me llevó a un rincón oscuro y me pidió que la ayudara con Isabela, su hija, que era traviesa y no dormía nunca, que hablaba sola, soñaba en voz alta, que casi no almorzaba y se adelgazaba y parecía enamorada.
Yo sabía que la hija de la viuda tenía mi edad, o acaso dos años más. Me sorprendí: “¿Doce años y enamorada?”
—La próxima vez —me dijo el abuelo—, dile a la viuda de Eustasio que ella es la enamorada. Que no nos venga con trampas.
Yo no entendí nada. Sólo entreví, a duras penas, que la viuda me habló como a un duende —pidiendo favores—, y no como a un enduendado.
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